martes, 30 de junio de 2009

El Masón: Altruista por naturaleza

Cada día de nuestra vida, entramos en contacto con otras personas, con sus formas de vida y sus necesidades. En ocasiones, notamos que es necesario y posible ayudar algunos, y en ese instante, es justo cuando se define si nuestro sistema de valores nos impulsa a actuar de manera egoísta o de manera generosa y altruista. Es común escuchar que el ser humano tiene una naturaleza egoísta que lo lleva a perseguir como prioridad su bienestar particular como algo innato o normal, en franco desconocimiento de los deseos, intereses y necesidades de los demás. Por otra parte, existen numerosos pensadores, investigadores y filósofos que ven en el corazón humano, la semilla noble y latente del altruismo y la generosidad.
Altruismo, es una palabra derivada del francés antiguo "altrui", y significa “de los otros”. Se define generalmente, como devoción, preocupación y sacrificio personal en busca del bienestar de otros. En lo personal lo defino como la capacidad humana de expresar amor, servicio o compasión de manera consciente, voluntaria, y desinteresada, con el objetivo único de generar bienestar o la felicidad a la vida de otros.
Dada su capacidad de vencer las tendencias egoístas, el altruismo es considerado una virtud practicada por pocos, aunque no falta quienes como Nietzsche, consideren que el altruismo y la compasión son una contribución a la creación de “almas débiles”, y que cada uno debe librar su batalla para emanciparse.Algunos investigadores afirman que el altruismo nace en el hombre antes de los dos años de edad, lo que marcaría una tendencia innata a ayudar. En el ámbito religioso, y aunque no hay referencia al término “altruismo” (la palabra fue acuñada por el filósofo francés Auguste Comte en 1851), existen escuelas religiosas, filosóficas o espiritualistas que consideran la bondad como natural en el ser humano, y predican la necesidad de practicarlo diariamente.
Una de esas visiones de aproximación humanitaria es la del budismo, que considera la existencia de dos caminos para el progreso espiritual y la felicidad. Estos son: el Hinayana o “pequeño vehículo”, que busca la liberación individual, y el Mahayana o “gran vehículo”, que pretende ayudar a todos, pues asume que los demás son iguales a nosotros. Tomar este segundo camino, implica tener la intención de ayudar, de ser útil, y de encontrar los medios para ayudar, lo cual requerirá virtudes como generosidad, paciencia, esfuerzo, constancia, etc.La religión católica también asume la necesidad de ayudar a los semejantes y asume la frase: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, como una referencia fundamental en esa prédica.

Muchos otros han expresados su visión acerca del altruismo. Leo Buscaglia, autor de varias obra sobre el amor, ha dicho que “cada hombre que se acerca más a sí mismo, cuando se acerca a los demás. El sabio Pitágoras creía en un altruismo moderado y en la necesidad de que cada uno hiciera su parte para progresar. Afirmaba que lo adecuado era ayudar a nuestros semejantes a levantar su carga, pero no llevarla. La Madre Teresa, conocida practicante de la caridad, decía: “Al servir a los miserables, servimos directamente a Dios. Y el refrán popular que reza: “Haz bien y no mires a quién”, es una expresión claramente impulsadora del altruismo.

Para desarrollar el altruismo, se requiere desarrollar una nueva sensibilidad que nos perita comprender el valor de los demás, comprender que sin los otros no seríamos lo que somos, que todos vamos a envejecer y a morir, que dar es un camino a la felicidad, que se vive mejor sin egoísmos, cuando se trabaja en equipo con tolerancia, inclusión y respeto, y que las personas anhelan ser felices, y en ocasiones sólo requieren de un poco de apoyo externo.

Es importante señalar que no se trata de manifestar lo que desde hoy denominaré las “formas bajas del altruismo”: el altruismo interesado, el altruismo culposo, el altruismo parental y el altruismo ocasional.

El altruismo interesado deja de ser altruismo pues sirve a planes egoístas y no buscan la felicidad de otros sino la satisfacción personal. Como dijo Sáenz de Miera: “Es posible que, en ocasiones, un acto de caridad esté más cargado de la voluntad de poder que de la nobleza del alma”. Por su parte, el altruismo culposo, es aquel que lleva a la persona a ayudar a otros, para evitar sentirse mal, y es típico de las personas que tienen dificultad para manejar sus emociones y sensaciones desagradables.
El altruismo parental es el que moviliza recursos de ayuda para los parientes y seres queridos, por los que se experimenta un afecto construid y reforzado con los años.

El altruismo ocasional es una expresión de ayuda que aparece muy de vez en cuando y que no obedece a nuestros valores sino a un deseo fugaz, y aunque tiene valor, no hace gran peso en las innumerables necesidades del colectivo humano.El verdadero altruismo, el que aquí sugerimos, trasciende lo personal y lo familiar, y va en busca de crear y encontrar oportunidades para ayudar a todos, en especial a los más débiles y necesitados, no busca beneficios personales y se asume como un poderoso y permanente valor de vida, y como un objetivo fundamental para mejorar el mundo.

Incluso en el marco de lo socioeconómico, estoy persuadido de que el mundo se encuentra urgido de una nueva ética económica, más espiritualizada y menos primitiva y voraz, que se ubique en el “justo medio”, entre el capitalismo liberal y egoísta y el extremismo castrador de la izquierda radical, a fin de que promueva formas de producción y de distribución de la riqueza más equilibradas y ecológicas, que beneficien a la mayoría de las personas y no a grupos privilegiados. ¿Qué mas demostración de altruismo que permitirle a un ser humano vivir de manera digna, y con una relativa autonomía material?
Así, pues, dicho esto, pregúntese cómo puede ayudar, quiénes requieren su ayuda y póngase en acción, sin olvidar que mientras más evolucione usted, más podrá ayudar a otros a mejorar su vida

sábado, 20 de junio de 2009

EL TETRAGRAMA Y LA CONSTITUCIÓN DEL HOMBRE

¿Hasta qué punto la constitución del ser humano es imagen o reflejo del Ser divino? Nos encontramos aquí con una cuestión que preocupó desde el principio a la reflexión cristiana. Ya San Agustín veía la imagen de la Trinidad en el hombre y establecía analogías entre las Personas de la Trinidad y las "potencias" o "facultades" del alma: la memoria decía relación al Padre; el entendimiento, al Hijo; la voluntad, al Espíritu Santo. Y también hallamos en otros autores la conexión entre el espíritu del hombre y el Padre; el cuerpo y el Hijo; el alma y el Espíritu Santo.
Por otra parte, es conocido el paralelismo entre las cuatro letras del Tetragrama (Iod-He-Váu-He, una de las cuales, la He, se repite) y los cuatro elementos. Y así tenemos las correspondencias Iod (Padre)-fuego; Váu (Hijo)-tierra y He-He (Espíritu Santo)-aire/agua, lo que implicaría las analogías espíritu-fuego, cuerpo-tierra y alma-aire/agua. De este modo, el aire vendría a significar el nivel más "espiritual" del alma, y el agua, su nivel más "corpóreo", una descripción que nos ayudaría a comprender una dimensión del ser humano comúnmente citada en la tradición esotérica y apenas mencionada en el cristianismo por razones de prudencia y de pedagogía: el "doble". En efecto, al igual que la parte superior del alma es un puente con el espíritu, la parte inferior nos conecta con el cuerpo, con el consiguiente riesgo de materialización.
Evidentemente, si dentro del Tetragrama no hay diferencia de nivel entre las letras, no ocurre lo mismo entre los componentes del ser humano. Aquí el plano superior es el del espíritu; el inferior, el del cuerpo; y el intermedio, el del alma.

¿Cómo explicar en el ser humano el tránsito desde el estado de semejanza con el Tetragrama a la condición ulterior? El pecado original, como acto voluntario del hombre primordial, obtuvo su objetivo, la autoafirmación del yo, con la consiguiente caída en el mundo espacio-temporal, que acarrea la contradicción entre un yo que se identifica con el Ser y una circunstancia siempre cambiante, entre la experiencia de lo idéntico y la del tiempo fugitivo, entre el "acto puro" y la mera posibilidad. Es verdad que sólo Dios es Acto puro por esencia, pero el hombre podía serlo por participación gratuita. El hombre pasó, pues, de la experiencia de la eternidad a la del tiempo sucesivo, el cual no destruye al espíritu, pero lo extravía de su verdadera vocación, lo convierte en mero proyecto, radicalmente inacabado por definición. Y, análogamente, el cuerpo que en principio era pleno e idéntico a sí mismo, experimenta cómo su vida se vuelve otra que él y, finalmente, se le escapa. De esta manera, el reflejo del Tetragrama en el hombre queda oscurecido. Y si bien se conserva de algún modo la imagen de Dios en el hombre, éste aparece gravemente perturbado en su existencia.


¿Cómo explicar los efectos del pecado original? "Por el pecado, la muerte". Un espíritu encarnado, situado en la encrucijada vida/muerte optó por ésta última. Consecuencia de la separación del Yo respecto del Ser: el cuerpo se desintegra y pierde su unidad al situarse al margen de Dios, pero queda una "base" o un "componente" incólume a partir del cual puede reconstruirse el "cuerpo de resurrección" (¿cómo si no podría producirse la resurrección?). Por consiguiente, el cuerpo no es propiamente lo perecedero, sino lo que permanece en medio de los cambios, el "esquema" invariable. De no intervenir el pecado, el cuerpo no hubiese caído en el devenir, al menos en el devenir que desgasta y destruye. Y es que a lo largo de la vida puede reintegrarse el espíritu, pero no el cuerpo; en cuanto al alma, su situación es provisional y subordinada a la existencia de un cuerpo mortal; de ahí su carácter ambiguo, reservado al intervalo entre nacimiento y resurrección, lo que explica también su permanente conexión con el doble, en especial tras la muerte del cuerpo físico; no parece que el alma tenga un papel tras la resurrección, puesto que el cuerpo se hallará entonces al mismo nivel del espíritu. En cuanto al espíritu, inmortal como es no puede disolverse por el pecado, pero sí errar hasta que sea restituido a su estado primordial.

Si nos fijamos ahora en el Pentagrama, es decir, en el nombre "Jesús", observaremos una particularidad curiosa: el Schin característico de la naturaleza humana tiene un valor de 21 ("triangular" de 6, valor de Vau), que es también el valor del nombre de tres letras Iod-He-Vau, de manera que la naturaleza humana es a imagen y semejanza de dicho nombre (conexión con la revolución del "Sol negro"). Tres letras que se reflejarían perfectamente en la tricotómica descripción de las potencias o de los constitutivos del hombre que aparecen en algunos Padres. Al reunir la estructura cuaternaria del Tetragrama y el 21 de la letra Schin, el Pentagrama expresa el prototipo a imagen del cual ha de ser comprendido el ser humano. La primera, de por sí única e inimitable, designa la Trinidad en la que se explicita el doble aspecto del Espíritu Santo; en cuanto a la Schin, cuyo valor equivale al del nombre divino de tres letras, a la vez que es el "triangular" de 6, valor de Vau (el Hijo) y modelo del cuerpo, refleja simultáneamente la constitución ternaria del hombre y el cuerpo reintegrado o retrotraído a la unidad (21=6+5+4+3+2+1). Tras la resurrección no hay en Cristo residuo de la dualidad "doble"-cuerpo, siempre implícita en el cuaternario de los elementos, en el que la dualidad aire/agua guarda analogía con la dualidad entre el aspecto "espiritual" del alma y el "doble", su dimensión inferior y más próxima al cuerpo. De este modo, el 21 de la naturaleza humana puede verse también como la expresión del cuerpo resucitado. Y, dado que Cristo es el prototipo, lo mismo ha de ocurrir con quienes siguen sus pasos.