Cuando estudiamos el movimiento vimos que todo movimiento y cambio naturales representan una “inclinación”, un apetito móvil, para alcanzar una situación o un estado que le corresponde por naturaleza. Así, por ejemplo, la piedra cae naturalmente, porque acá abajo está su lugar natural, al que aspira; y el árbol florece y fructifica porque aspira a multiplicarse a través de la reproducción de sí. Por eso, el fin o el término de un movimiento es para Aristóteles lo mismo que el bien particular alcanzado por eso que se mueve: es el cumplimiento de una inclinación (o apetito) natural. Y en los entes dotados de sensibilidad este logro del fin o del bien particular se traduce en placer; y en los entes dotados de razón, en felicidad.
Detengámonos ahora en los movimientos propios del hombre en cuanto tal: en sus actos. Según el filósofo, los actos humanos pueden ser de dos especies: a) una, la de aquellos actos no queridos por sí mismos, sino por lo que ellos producen o lo que de ellos deriva. Por ejemplo, la fabricación de un objeto de uso –supongamos un lápiz- se hace porque el lápiz se quiere para algo: para escribir. También el acto de escribir, salvo en el artista, no se busca por el acto mismo, sino para algún fin externo al acto: para pedir en préstamo algo, etc. A estos actos, que tienen su fin fuera de ellos mismos, en la obra, Aristóteles los llama “poéticos”; b) otros, en cambio, son queridos por ellos mismos: actos que por el hecho de realizarlos representan un fin en sí y un bien. Por ejemplo, contemplar un cuadro, conversar, realizar un acto de honradez. Son los actos prácticos, la praxis aristotélica.
Ahora bien, es claro que si existe un acto querido por sí (práctico) y que tenga, además, la virtud de que por él sean queridos todos los otros actos, tal acto representará el fin último y el bien absoluto de la vida racional. Y en el logro de este fin consistirá también la felicidad. Suponiendo que exista tal fin último, que unifica todos los fines relativos, la misión de la Ética es determinarlo y mostrar cómo puede alcanzarse.
¿No habrá –se pregunta Aristóteles- para todos los trajines y proyectos del hombre, un fin único (y último) que unifique todos los quehaceres y dé así un sentido un sentido a nuestras vidas? ¿Un bien que no se persiga por otra cosa, como todos los bienes relativos, sino que sea él mismo el objeto de nuestro amor?
“Pues, así como para el flautista y para el escultor y para todo artesano, y en general, para todos aquellos que producen obras y desempeñan una actividad, en la obra que realizan se cree que reside el bien y la perfección, así se cree también que debe acontecer con el hombre en caso de existir algún acto que le sea propio en cuanto hombre. ¿O es que sólo habrá ciertas obras o acciones que sean propias del carpintero o del zapatero, y ninguna del hombre, como si este hubiese nacido cual cosa ociosa? Y, ¿cuál será este acto propio de él?... pues si no existiera esta obra querida por sí y no por otra, todo anhelo humano sería vano e inútil. Vano e inútil, pues toda cosa se haría por otra, y esta última por otra, sin que nada valiese por sí mismo” (Aristóteles, Ética I).
Ahora bien, en cualquier ente animado, la perfección de vida y el gozo derivan del ejercicio de aquello para lo cual están naturalmente dispuestos, para lo cual se posee una potencia natural. El ejercicio y perfección de la potencia propia de un ser animado se constituye en un “haber” adquirido, en un hábito que potencia más nuestro ser natural. En esto consiste la virtud en su más pleno sentido: en ser el potenciamiento de una potencia natural.
“Pues, así como para el flautista y para el escultor y para todo artesano, y en general, para todos aquellos que producen obras y desempeñan una actividad, en la obra que realizan se cree que reside el bien y la perfección, así se cree también que debe acontecer con el hombre en caso de existir algún acto que le sea propio en cuanto hombre. ¿O es que sólo habrá ciertas obras o acciones que sean propias del carpintero o del zapatero, y ninguna del hombre, como si este hubiese nacido cual cosa ociosa? Y, ¿cuál será este acto propio de él?... pues si no existiera esta obra querida por sí y no por otra, todo anhelo humano sería vano e inútil. Vano e inútil, pues toda cosa se haría por otra, y esta última por otra, sin que nada valiese por sí mismo” (Aristóteles, Ética I).
Ahora bien, en cualquier ente animado, la perfección de vida y el gozo derivan del ejercicio de aquello para lo cual están naturalmente dispuestos, para lo cual se posee una potencia natural. El ejercicio y perfección de la potencia propia de un ser animado se constituye en un “haber” adquirido, en un hábito que potencia más nuestro ser natural. En esto consiste la virtud en su más pleno sentido: en ser el potenciamiento de una potencia natural.
Volvamos al hombre: ciertamente en el hombre también habrá un fin, no externo, sino interno a su ser, que lo haga plenamente hombre. Y es, coma ya ha sido repetido, la inteligencia (o razón) lo que nos hace plenamente humanos: la inteligencia por la cual hacemos inteligibles y entendemos el mundo humano y el mundo natural y el mundo sobrenatural (divino); la inteligencia, por la que no somos cosas del universo, sino habitantes de él. Así, pues, si la inteligencia es la potencia que hace diferentes a los hombres de todo los otros entes animados, en el ejercicio y perfeccionamiento de esta potencia consistirá su virtud propia, o como decíamos hace un momento, su obra. Y en este ejercicio consistirá también su “felicidad perfecta”.
“Si la felicidad es, pues, una actividad conforme a la virtud, es razonable pensar que ha de serlo conforme a la virtud más alta, la cual será la virtud de la parte mejor del hombre”.
Y esta “parte mejor del hombre” es, como se dijo hace poco, “la parte racional del alma”:
“Llamamos virtud humana no a la del cuerpo, sino a la del alma… Pero también debe creerse que en el alma hay una parte fuera de la razón y contraria y que se le opone… Y la parte irracional es doble: la vegetativa, que no participa de la razón de ninguna manera, y la conscupiscente y apetitiva en general, que participa de ella en algún modo, en cuanto LA ESCUCHA Y OBEDECE… Y si también a esta debe llamársele racional, entonces será doble lo racional: el uno por excelencia y en sí mismo, y el otro como el hijo que escucha al padre. Por lo tanto, según tal diferencia se distingue también la virtud: en efecto, llamamos a las unas dianoéticas (intelectuales), y a las otras éticas (morales). Dianoéticas: la sabiduría, la inteligencia, la prudencia. Éticas: la liberalidad, la templanza, etc.” (Aristóteles, Ética Nicomaquea I, 13)
En resumen: “la parte que obedece a la razón” es la sede de hábitos convenientes (virtudes), ya sea respecto a nuestra propia armonía y equilibrio, como son la fortaleza de ánimo y la templanza, ya sea respecto del equilibrio y la armonía con nuestros semejantes, como esencialmente lo es la justicia. Estas virtudes que Aristóteles llama éticas y también políticas, pueden englobarse en una sola: La prudencia, que es la sabiduría práctica por la que el hombre se maneja sabia y justamente respecto de sí mismos y de sus semejantes en lo que concierne a las cosas cambiantes y complejas del mundo.
Pero, es el ejercicio de la inteligencia (razón) no en la esfera de lo complejo y variable, sino en la esfera de lo inteligible en sí, donde el hombre alcanza la virtud que le es más propia: la virtud dianoética o intelectual.
“ya sea la inteligencia, y alguna otra facultad a la que por naturaleza se adjudican el mando y la guía y el cobrar noticias de las cosas bellas y divinas; y ya sea eso mismo algo divino o lo que HAY DE MÁS DIVINO EN NOSOTROS, en todo caso la actividad de esta parte ajustada a la virtud que le es propia, será la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho antes que esta virtud es contemplativa”. (Aristóteles, Ética Nicomaquea VI, 7)
Es preciso ahora recordar ahora lo que antes habíamos dicho, a fin de comprender esta contemplación, que pone en juego las partes más divinas del hombre.
Hay en el hombre una capacidad para actuar conforme a la razón. Es la esfera de las virtudes éticas. Pero hay también una capacidad o una potencia para razonar, para “filosofar”. Esta última, que es la más noble y fundamental, según Aristóteles, consiste, en último término en la capacidad de decir lo que las cosas son (en aprehender la verdad de las cosas). Y para que esto ocurra, tenemos que ser esencialmente receptivos, hospitalarios: acoger en nuestro presente la presencia del mundo, de los hombres. Esto es lo que ya antes de Aristóteles se llamaba “teoría”, “contemplación”.
“Si la felicidad es, pues, una actividad conforme a la virtud, es razonable pensar que ha de serlo conforme a la virtud más alta, la cual será la virtud de la parte mejor del hombre”.
Y esta “parte mejor del hombre” es, como se dijo hace poco, “la parte racional del alma”:
“Llamamos virtud humana no a la del cuerpo, sino a la del alma… Pero también debe creerse que en el alma hay una parte fuera de la razón y contraria y que se le opone… Y la parte irracional es doble: la vegetativa, que no participa de la razón de ninguna manera, y la conscupiscente y apetitiva en general, que participa de ella en algún modo, en cuanto LA ESCUCHA Y OBEDECE… Y si también a esta debe llamársele racional, entonces será doble lo racional: el uno por excelencia y en sí mismo, y el otro como el hijo que escucha al padre. Por lo tanto, según tal diferencia se distingue también la virtud: en efecto, llamamos a las unas dianoéticas (intelectuales), y a las otras éticas (morales). Dianoéticas: la sabiduría, la inteligencia, la prudencia. Éticas: la liberalidad, la templanza, etc.” (Aristóteles, Ética Nicomaquea I, 13)
En resumen: “la parte que obedece a la razón” es la sede de hábitos convenientes (virtudes), ya sea respecto a nuestra propia armonía y equilibrio, como son la fortaleza de ánimo y la templanza, ya sea respecto del equilibrio y la armonía con nuestros semejantes, como esencialmente lo es la justicia. Estas virtudes que Aristóteles llama éticas y también políticas, pueden englobarse en una sola: La prudencia, que es la sabiduría práctica por la que el hombre se maneja sabia y justamente respecto de sí mismos y de sus semejantes en lo que concierne a las cosas cambiantes y complejas del mundo.
Pero, es el ejercicio de la inteligencia (razón) no en la esfera de lo complejo y variable, sino en la esfera de lo inteligible en sí, donde el hombre alcanza la virtud que le es más propia: la virtud dianoética o intelectual.
“ya sea la inteligencia, y alguna otra facultad a la que por naturaleza se adjudican el mando y la guía y el cobrar noticias de las cosas bellas y divinas; y ya sea eso mismo algo divino o lo que HAY DE MÁS DIVINO EN NOSOTROS, en todo caso la actividad de esta parte ajustada a la virtud que le es propia, será la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho antes que esta virtud es contemplativa”. (Aristóteles, Ética Nicomaquea VI, 7)
Es preciso ahora recordar ahora lo que antes habíamos dicho, a fin de comprender esta contemplación, que pone en juego las partes más divinas del hombre.
Hay en el hombre una capacidad para actuar conforme a la razón. Es la esfera de las virtudes éticas. Pero hay también una capacidad o una potencia para razonar, para “filosofar”. Esta última, que es la más noble y fundamental, según Aristóteles, consiste, en último término en la capacidad de decir lo que las cosas son (en aprehender la verdad de las cosas). Y para que esto ocurra, tenemos que ser esencialmente receptivos, hospitalarios: acoger en nuestro presente la presencia del mundo, de los hombres. Esto es lo que ya antes de Aristóteles se llamaba “teoría”, “contemplación”.
Pero sabemos que en este estado contemplativo, el filósofo recibe algo de la realidad divina que contempla, algo de su imperturbabilidad, algo de su inteligibilidad, pues, “en cierto modo, el alma es todas las cosas”.
Y este y no otro es el fin de la filosofía primera: el estudio y contemplación de las cosas más nobles y divinas –las cosas más dignas de amor-, a fin de hacernos como ellas.
Habrá que insistir en que la finalidad propiamente humana –que es la vida contemplativa- no se alcanza al margen de la convivencia humana, en la soledad de las montañas o de la selva. Esta finalidad se alcanza justamente en la vida ciudadana, entre los hombres. Por eso, Aristóteles dirá una y otra vez que la política (gobierno de la Polis) es la ciencia más elevada de todas, pues subordina todos los fines al fin común.
Habrá que insistir en que la finalidad propiamente humana –que es la vida contemplativa- no se alcanza al margen de la convivencia humana, en la soledad de las montañas o de la selva. Esta finalidad se alcanza justamente en la vida ciudadana, entre los hombres. Por eso, Aristóteles dirá una y otra vez que la política (gobierno de la Polis) es la ciencia más elevada de todas, pues subordina todos los fines al fin común.
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