lunes, 7 de julio de 2008

Los Valores Masónicos

Caminante, no hay camino... se hace camino al andar.

Deseo iniciar este artículo con una pregunta. Mejor dicho, con varias. Las mismas preguntas que surgen inevitablemente cada vez que debemos enfrentar un tema. No deseo partir de la clásica pregunta ¿qué son los valores?, para enseguida realizar una suerte de exposición doctrinaria acerca de los valores masónicos y hacer un catastro de ellos, especialmente los que consideramos habitualmente como los valores de primer grado.

Por eso mismo, no voy a hablar de laicismo, tolerancia, fraternidad, igualdad, libertad, u otros valores que son tan caros a nuestra institución, y que ustedes -cual más, cual menos- conoce hasta el aburrimiento. Al menos no comentaré de ellos desde el punto de vista tradicional. Por el contrario, voy a hablar de otros valores que para mí son importantes, como persona y como masón. Voy a hablar de valores que, salvo contadas excepciones, no he oído mencionar en reunión alguna, que son anteriores a mi juicio- a los valores tradicionales de la masonería, que subyacen en todas nuestras declaraciones de principios, de nuestros manuales, en nuestra escala tradicional de valores masónicos. Son valores de primer grado, pero que constituyen el fundamento y el ideal del magisterio, del oficio del maestro masón, de todo el quehacer masónico.
Por ello me pregunto ¿En base a qué razones, fundamentos o principios la Masonería descubre, define, escoge -entre otros tantos- los valores que para ella son los más preciados? ¿Por qué elige algunos y no otros? Sin lugar a dudas, todos los valores valen. Tienen valor por sí mismos. Eso, en abstracto, como mero ideal. Y, sin caer en un relativismo extremo, también podemos decir que todos los valores valen igual, que no hay diferencias entre poseer o guiarse por tal valor y poseer o guiarse por tal otro.

No obstante, en nuestra realidad cotidiana, al momento de tomar posición, de decidir en pro o en contra de algo, de actuar, los valores que profesamos entran en contradicción, sumiéndonos en el conflicto ético, incluso hasta llegar a la paradoja y la aporía.

A este respecto, y sólo a modo de ilustración, viene al caso recordar la anécdota del chofer del bus escolar que, ante el problema de sentar juntos a blancos y negros, declaró que para él todos eran iguales, de color verde, procediendo a separarlos entre verdes claros y verdes oscuros.

Está meridianamente claro que los valores de la disciplina y la obediencia constituyen una parte significativa de nuestra cultura organizacional, tal vez más de lo que muchos deseamos. Sin embargo, estos mismos valores no tienen la misma significación en instituciones más jerarquizadas, como las fuerzas armadas, donde su importancia es aún mayor, constituyéndose en valores insustituibles, sin los cuales no podrían llevar a cabo sus propósitos fundamentales. Volvemos entonces a nuestra pregunta. ¿Cómo descubrimos y escogemos nuestros valores? Dicho de otro modo... ¿bajo qué esquema conceptual podemos definir, comparar, contrastar y evaluar nuestras opciones más importantes... nuestros valores?
Hunter Lewis propone 6 modalidades generales, según las cuales las personas realizan sus elecciones(1). Si bien es cierto que en esta materia entramos en áreas problemáticas y no del todo resueltas, tanto por la filosofía en general como por la epistemología en particular, y por ende sometidas a revisión crítica, usaremos tales categorías provisoriamente, sólo como marco conceptual. Lewis postula que nuestros sistemas de valores, los valores que elegimos como propios, "están basados en alguna de las siguientes técnicas de razonamiento moral:
1. La Autoridad
2. El pensamiento deductivo
3. La Experiencia
4. La Emoción
5. La Intuición
6. La Ciencia.

En el primer caso, elegimos determinado valor porque aceptamos la palabra de otro en base a la autoridad que le conferimos, porque tenemos fe en una autoridad externa a nosotros mismos. Por ejemplo, nuestra fe en la iglesia o en la Biblia.

En el caso del pensamiento deductivo, usamos la lógica para probar su coherencia y deducir su verdad o falsedad.
En el caso de la experiencia, son nuestros cinco sentidos los instrumentos para lograr el conocimiento directo, y se expresa como verdad porque lo vimos, olimos, o palpamos nosotros mismos.
En el caso de la emoción, tenemos la sensación -sentimiento- de que tal valor es el correcto y no tal otro. Es decir, creemos y juzgamos a través de nuestras emociones.
En el caso de la intuición, se trata de un pensamiento inconsciente, no emocional, no premeditado, no lúcido.
En el caso de la ciencia, se trata del modo de conocer propio de la investigación y producción científica, basado en un razonamiento crítico, susceptible de ser verificado y contrastado, que admite la posibilidad de ser superado por otro razonamiento que explique mejor y más ampliamente un problema determinado, y por lo tanto, se trata de un saber siempre provisional y progresista."
Todo esto no quiere decir, en modo alguno, que cada uno de nosotros tomemos nuestras opciones exclusivamente mediante una sola de estas modalidades. Las más de las veces es una mezcla de varias.
No obstante, lo que deseo destacar es que detrás de estas modalidades hay algo más. Detrás de cada una de ellas subyace un modo de pensar, de conocer, de saber, de creer, de valorar. Es decir, un modo de razonamiento moral. Y ello es de particular importancia para esta exposición.

Usando el mismo ejemplo de Hunter Lewis, cuando Obie Wan Kenobi, en la película La Guerra de las Galaxias, le dice a Luke Skywalker: "...confía en tus sentimientos", lo que está haciendo es recomendar un modo particular de razonamiento moral: la emoción. Esto implica un juicio de valor. Indica que el aporte o criterio de la emoción es más valioso que el aporte o criterio de la autoridad, más valioso que el aporte o criterio de la experiencia, que las conclusiones provenientes de la lógica deductiva; en fin, que su veredicto "como mejor aproximación a la verdad -aquí introduzco lo expresado por Karl Popper- sobrevivió las contrastaciones, el examen y la discusión crítica que caracterizan a la ciencia moderna(2)".
Este punto nos lleva a tres ideas que son interesantes de analizar.
Primeramente, Lewis plantea la idea o tesis que al utilizar una de las mencionadas 6 modalidades de pensamiento moral, existiría en consecuencia la predisposición hacia la elección un grupo de valores específicos, lo que no ocurriría si se usara o eligiera una modalidad distinta. Así, si el modo de pensamiento es emocional, el modo de razonamiento moral es también emocional, como también lo serían el valor personal dominante y los valores personales específicos, por lo que su sistema de valores, y su conducta resultante, serían también marcadamente emocionales.
Esto no es totalmente cierto en la vida cotidiana. La mayor parte de las veces las personas no emplean un único modo de razonamiento. Usan una combinación de varios de ellos. La adhesión a una idea política o partido político -que se supone racional- tiene un componente emocional y afectivo tan grande, o más, como es la preferencia por un determinado equipo de fútbol.
No obstante, lo que deseo resaltar de lo expuesto por Lewis es la idea de «predisposición», mejor expresada como «tendencia».
Otra idea o tesis, es la que sostiene que los modos de pensamiento, de conocer, son equivalentes, tienen igual categoría, y que sus productos finales -certezas, creencias, valores- gozan del mismo estatus. Esta idea se ha manifestado muchas veces en este mismo templo, cuando se resalta el valor de la emoción y los sentimientos, contraponiéndolos con los resultados de un modo de pensamiento, una filosofía, que ha sido superada en la actualidad. Me refiero a los excesos del llamado racionalismo.
Esta discusión nos lleva tangencialmente a una polémica actual en la filosofía de la ciencia, que no es del caso exponer en esta oportunidad, tanto por su complejidad como por el tiempo que tendríamos que dedicarle, pero que en sus aspectos sustantivos tiene directa relación con la base en la que deseo fundamentar mi exposición de esta noche. Sólo como enunciado, esta polémica dice relación con la acusación que se le hace al postmodernismo de «pretender proclamar la igualdad cognitiva de todos los discursos, y de sostener que la ciencia moderna es sólo ‘mito’, una ‘construcción social’, un «discurso más» entre otros, no superior al producto cultural del budismo zen, el vudú, la astrología o la mitología chilota»(3).
En tercer lugar, como resultado de las dos ideas anteriores, nos surge el problema de la objetividad. Es indudable que en todo debate, sea del tenor que sea, no sólo están sometidas a discusión las ideas mismas, desnudas, despojadas de toda valoración, de todo interés. Están también en juego nuestros marcos de referencia, nuestro sistema de valores, nuestras creencias, nuestros prejuicios, nuestra subjetividad. En tal sentido, nadie puede ser, en definitiva, enteramente objetivo. Pero eso no nos impide aspirar a la objetividad, a ser objetivo. A buscar, entre todos los modos de conocer, el que nos permita un mayor grado de certidumbre, un mayor grado de confiabilidad, un mayor grado de unanimidad... un modo en el cual podamos estar mayoritariamente de acuerdo.
A mi juicio, el tipo de sistema de razonamiento que más se acerca a este ideal, el de la Objetividad, es el que utiliza la ciencia moderna, el que es llamado por Popper como ‘Racionalismo Crítico’. Y es, en mi opinión personal, en el que debe estar basado, en su mayor parte, el quehacer masónico.

Debo hacer aquí una precisión. No postulo que deban excluirse de la masonería otros modos de conocer, como es el que proviene de la tradición iniciática. Pretenderlo sería atentar contra la libertad de pensamiento, contra uno de los valores más queridos de nuestra institución. Sería caer en el dogmatismo y en la dictadura de la razón. Sin embargo, reafirmar este ideal no atenta en modo alguno contra nuestras prácticas y doctrinas.

No por casualidad, desde el momento mismo de nuestra iniciación, nos hemos acostumbrado a oír declaraciones tales como: «La Francmasonería es una institución esencialmente ética y filosófica... tiene por objeto el perfeccionamiento moral e intelectual del hombre... constituye el centro de unión de hombres de espíritu libre... promueve en sus adeptos la búsqueda incesante de la verdad, el conocimiento de si mismo, del hombre y de la sociedad... a labrar su propio perfeccionamiento mediante el estudio de la ciencia y la investigación de la verdad... rechaza toda afirmación dogmática... puede ingresar a ella todo hombre culto, libre y de buenas costumbres...(4)».
Tampoco es casualidad que la Francmasonería sea uno de los resultados del programa liberador de la Ilustración, a tal punto que se podría sostener la tesis de que la una no habría sido posible sin la otra y viceversa, que se sostuvieron y estimularon recíprocamente.
Menos aún resulta ser coincidencia que la Francmasonería y la Ciencia compartan tantas actitudes, tantos principios y valores comunes.
El valor de la diversidad, y por consiguiente el de la tolerancia, puesto que la ortodoxia es la muerte del conocimiento, puesto el aumento del conocimiento depende por entero del desacuerdo, de la discusión crítica.
El valor de la tolerancia, puesto que mediante la ciencia el hombre ha alcanzado la posibilidad expresar sus propias teorías, exponerlas en libros y revistas, someterlas a la discusión crítica y mostrar sus errores sin necesidad de matar al autor o quemar ningún libro.
El valor de la libertad, puesto que la ciencia -y la búsqueda de la verdad- no sería posible sin la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento, la libertad de expresión. Y por consiguiente, el poder profundamente revolucionario, progresista y liberador que ambas instituciones -Ciencia y Masonería- comparten.
El sentido de búsqueda, permanentemente renovado ante las exigencias de la misma naturaleza humana, puesto que los resultados científicos, las teorías, son siempre provisorias, siempre a la espera de que una nueva teoría suplante y explique mejor lo que constituía el problema de la teoría anterior.
En fin, puestos a buscar puntos de coincidencia y comunión, entre ciencia y masonería hay muchos otros más que se me escapan.
A modo de conclusión, voy a proponer algunos otros valores que, en lo personal, me gusta considerar como los valores constitutivos del primer grado, pero que de ningún modo puede uno dejarlos de lado o no practicarlos en los grados superiores. Por el contrario, debemos preservarlos y -de ser posible- aumentarlos. De esta manera entiendo yo lo que muchos maestros masones, a contrapelo de muchos otros maestros masones, quieren indicar con la expresión que un masón es aprendiz para toda la vida. Permítanme ilustrar este punto con una analogía: Para que un computador funcione, necesita un set mínimo de instrucciones, mediante el cual puede reconocer sus componentes (disco duro, disketera, pantalla, cd, módem, etc.) y utilizarlos coordinadamente de acuerdo a una cierta lógica. Es lo que se llama DOS. Equivale al «conócete a ti mismo» y al «descubre tu posición en el mundo» que promovemos en el primer grado. Para que un computador trabaje e interactúe con el usuario, necesita una interfaz; esto es, otra serie de instrucciones más elaboradas llamada Sistema Operativo que se monta a su vez sobre el DOS y que se conoce como Windows XP, Windows Vista, etc. Equivale a nuestro segundo grado, donde exaltamos el valor de trabajo y el accionar constructivo en la sociedad. No obstante, para que un computador cumpla efectivamente su tarea, requiere otra nueva serie de instrucciones aún más sofisticadas llamadas programas -que conocemos como Word, Excel, AutoCad, etc.- lo cuales no pueden funcionar si no están presentes previamente DOS y Windows. Dichos programas, algunos más especializados que otros, equivalen en esta analogía al tercer grado.

Por ello, los valores siguientes constituyen de manera fundamental el oficio de ser masón:
La inquietud intelectual.
Tal vez algún día alguien de nosotros pudiera hacer un catastro de las ideas y constatando que son repeticiones unas de las otras, deseche la mayoría para quedarse con las más significativas. Esto no es tan errado... después de todo la experiencia humana puede resumirse en tres preguntas fundamentales: ¿de dónde venimos, qué somos, dónde vamos?
Por nuestra propia condición másónica, la curiosidad o inquietud intelectual es un imperativo categórico. Estamos sometidos a un incansable, continuo, sistemático y permanente afán de búsqueda. No olvidemos que es esa la enseñanza que nos revela el mito de Ulises: el sentido o la verdad no está en la meta, sino en la travesía. No hay camino, como no hay verdad absoluta... se hace camino al andar.
La pasión por la lectura.
Si pudiésemos señalar el camino más corto en la tarea del perfeccionamiento intelectual, diríamos que es el camino de la lectura sostenida con pasión, día a día, permanentemente. Leer no sólo nos permite acceder rápidamente a las ideas que ha producido la humanidad, también nos permite mirar los problemas con una óptica distinta de la propia, nos permite superar nuestros prejuicios, colocarnos en el lugar del autor, ensayar imaginativamente la vida que no hemos alcanzado a vivir. Es, desde todo punto de vista, un proceso que enriquece nuestra limitada experiencia.
La crítica irreverente.
No hay que olvidar que reverente viene de reverencia. Un hombre de espíritu libre no acostumbra a hacer reverencias. Ninguna idea es sagrada, indiscutible, contrastable. Todas pueden ser sometidas a examen.
El sentido del humor.

Muchas veces, en situaciones de conflicto, en los cuales nos vemos profundamente implicados, donde nuestros valores y creencias están en juego, la discusión o confrontación alcanza una tensión dramática que nos sobrepasa. En estos casos, el sentido del humor nos permite restituir el problema a su exacta dimensión y situar el drama en su justo dominio.
La persistencia en el trabajo intelectual.

A los alumnos de Educación Física de la Universidad de Chile los motejaban de ‘cabeza de músculo’, queriendo decir que no pensaban. Esta analogía es parcialmente cierta y parcialmente falsa. En estricto rigor, el cerebro no es un músculo. Pero no debemos olvidar que las facultades intelectivas del ser humano son el producto de un largo y laborioso proceso de cerebrización. Y ya se sabe... la función crea el órgano. Por ello, para mantenernos alertas intelectualmente, debemos ejercitar nuestras facultades razonantes día a día, mediante un ejercicio metódico y persistente. El no uso del cerebro irremediablemente nos asegura la mediocridad, lo que simbólicamente podría ser interpretado como carecer de apertura en nuestro compás o ser carentes de conciencia por la falta de conocimiento, única herramienta que posibilita la libertad real... lo demás es ser un simulador más en la Sociedad de la Simulación.
El espíritu crítico.
Quizás sea este punto el que debe quedar más claro en la presente exposición, puesto que la no comprensión de él nos lleva a interpretaciones que nos podrían confundir hasta el conflicto.
Diremos que el espíritu crítico es una necesidad propia del intelectual, aquel que hace uso del intelecto a través del instrumento llamado razón, para un intercambio valeroso y veraz de preguntas y razonamientos que vayan por la senda de la certeza y de la credibilidad, en una real domesticación de las pasiones, prejuicios y creencias carentes de respaldo racional.
Siguiendo a Popper(5), diremos que "la principal tarea de la filosofía -en nuestro caso, la masonería- es especular críticamente (a través de métodos validos de razonamiento) sobre el universo y sobre nuestro lugar en él, incluidas nuestras facultades de conocer y nuestra capacidad de hacer el bien y el mal". Esta es una responsabilidad moral de cada uno de los miembros de la Orden.
En Masonería es el espíritu crítico el que determina la acción. Todo lo que hacemos o nos proponemos hacer no puede ser el resultado del azar, sino de la profunda convicción, meditada e informada, del deber ser individual.
"Todos los hombres son filósofos, porque de un modo u otro todos pueden asumir una actitud crítica hacia la vida y la muerte. Están quienes piensan que la vida carece de valor porque no tiene fin. Estas personas no ven que también puede defenderse el argumento opuesto: que si la vida no tuviese fin, carecería de valor; y que es el omnipresente peligro de perderla lo que nos ayuda a cobrar conciencia del valor de la vida".
Carecer de espíritu crítico es sucumbir frente a lo único permanente en el universo: el movimiento... el cambio. La razón permite ordenar dentro del caos.

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